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(Basada en una leyenda de Coquimbo)
Cuentan que la ciudad de La Serena
era en su origen como linda rosa,
en un valle cubierto de azucenas
de siempre primavera candorosa,
y con su gente de almas nazarenas
que llevan sus pecados temerosas,
mientras el río canta con violines
sus claras aguas bañan los jardines.
Estaba en un lugar cerca al actual
y en las proximidades de esa villa
vivía un mozalbete muy jovial,
buen mozo y encendidas sus mejillas,
aunque muy pobre, apenas lo esencial,
él llevaba su vida muy sencilla
en su humilde vivienda, hogar dorado,
a donde le decían Juan Soldado.
Un día Juan Soldado conoció
la más hermosa flor de aquel jardín,
joven beldad de quien se enamoró
colmado del aroma de jazmín
cuando el amanecer los envolvió
junto a la melodía de un violín,
hicieron votos para siempre amarse,
decidieron huir para casarse.
El padre de ella, un avaro cacique,
opuesto al matrimonio de su infanta,
al sonar de campanas en repique,
furioso se lanzó a la iglesia santa
para echar la ciudad completa a pique
con sus guerreros de ímpetu que espanta,
y juraba matar a los amantes
que el cura bendecía tolerante.
Ocurrió que el cacique y sus guerreros,
cuando al galope raudo a la ciudad
cruzaban los suburbios más que fieros,
al pasar de la niebla a claridad
estalló la sorpresa y desespero,
la ciudad se borró de la realidad,
recorrieron el campo con farolas,
pero tan sólo habían amapolas.
Dicen que en ciertas noches luz de luna
en el sitio del pueblo se oye misa,
música y las canciones para ayuna,
a lo lejos visible se divisa
y se borra, y no queda huella alguna,
excepto desde el mar la suave brisa
que recuerda el romance aventurado
de la joven hermosa y Juan Soldado.
(Basada en una leyenda de Coquimbo)
Cuentan que la ciudad de La Serena
era en su origen como linda rosa,
en un valle cubierto de azucenas
de siempre primavera candorosa,
y con su gente de almas nazarenas
que llevan sus pecados temerosas,
mientras el río canta con violines
sus claras aguas bañan los jardines.
Estaba en un lugar cerca al actual
y en las proximidades de esa villa
vivía un mozalbete muy jovial,
buen mozo y encendidas sus mejillas,
aunque muy pobre, apenas lo esencial,
él llevaba su vida muy sencilla
en su humilde vivienda, hogar dorado,
a donde le decían Juan Soldado.
Un día Juan Soldado conoció
la más hermosa flor de aquel jardín,
joven beldad de quien se enamoró
colmado del aroma de jazmín
cuando el amanecer los envolvió
junto a la melodía de un violín,
hicieron votos para siempre amarse,
decidieron huir para casarse.
El padre de ella, un avaro cacique,
opuesto al matrimonio de su infanta,
al sonar de campanas en repique,
furioso se lanzó a la iglesia santa
para echar la ciudad completa a pique
con sus guerreros de ímpetu que espanta,
y juraba matar a los amantes
que el cura bendecía tolerante.
Ocurrió que el cacique y sus guerreros,
cuando al galope raudo a la ciudad
cruzaban los suburbios más que fieros,
al pasar de la niebla a claridad
estalló la sorpresa y desespero,
la ciudad se borró de la realidad,
recorrieron el campo con farolas,
pero tan sólo habían amapolas.
Dicen que en ciertas noches luz de luna
en el sitio del pueblo se oye misa,
música y las canciones para ayuna,
a lo lejos visible se divisa
y se borra, y no queda huella alguna,
excepto desde el mar la suave brisa
que recuerda el romance aventurado
de la joven hermosa y Juan Soldado.
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